jueves, 5 de mayo de 2011

El estudio del amor*

Nada hay tan fecundo en nuestra vida íntima como el sentimiento amoroso; tanto, que viene a ser el símbolo de toda fecundidad. Del amor nacen, pues, en el sujeto muchas cosas: deseos, pensamientos, voliciones, actos; pero todo esto que del amor nace como la cosecha de una simiente, no es el amor mismo; antes bien, presupone la existencia de éste. Aquello que amamos, claro está que, en algún sentido y forma, lo deseamos también; pero, en cambio, deseamos notoriamente muchas cosas que no amamos, respecto a las cuales somos indiferentes en el plano sentimental. Desear un buen vino no es amarlo; el morfinómano desea la droga al propio tiempo que la odia por su nociva acción.
Pero hay otra razón más rigorosa y delicada para separar amor y deseo. Desear algo es, en definitiva, tendencia a la posesión de ese algo; donde posesión significa, de una u otra manera, que el objeto entre en nuestra órbita y venga como a formar parte de nosotros. Por esta razón, el deseo muere automáticamente cuando se logra; fenece al satisfacerse. El amor,
en cambio, es un eterno insatisfecho. El deseo tiene un carácter pasivo, y en rigor lo que deseo al desear es que el objeto venga a mí. Soy centro de gravitación, donde espero que las cosas vengan a caer. Viceversa: en el amor todo es actividad, según veremos. Y en lugar de consistir en que el objeto venga a mí, soy yo quien va al objeto y estoy en él. En el acto amoroso, la persona sale fuera de sí: es tal vez el máximo ensayo que la Naturaleza hace para que cada cual salga de sí mismo hacia otra cosa. No ella hacia mí, sino yo gravito hacia ella.